Según San Juanka
Las manecillas del reloj tentaban las 5 de la mañana de
un domingo cualquiera en donde un grupo de amigos de una olvidada zona del
centro de la ciudad continuaban, desde las 21 horas del día anterior,
conversando, riendo, recordando pasajes de la niñez y anécdotas recientes. Pero
claro está que nadie se queda en vela hasta esas horas sin la compañía del
enemigo del hígado: el alcohol.
A esas alturas, ya había pasado la cerveza – quizá un par
de cajas y algo más –, pero hacía rato que la gente se había quedado sin
dinero como para otra ronda del amargo
lúpulo, así que llegó la hora del cambio de bebida y compramos, en este turno,
un par de rones y Kola Real transparente de tamaño familiar. Quedaba algo por
resolver: el envase para la mezcla, pero el dueño de casa lo solucionó brindando
una jarra de plástico con medidas desproporcionadas, pero óptimas para la
ocasión: 4.5 litros de contenido.
De los seis que habíamos empezado la reunión, ninguno
faltaba: estaba el negro Elmer quien se pasaba las horas editando y haciendo
montajes de sus propias fotografías intentando impresionar a quienes no lo conozcan;
también estaba Kento, quien gracias a sus constantes “floros” y plantadas se
había ganado el apelativo de “cuento”; lógicamente, el dueño de casa y
consejero del grupo, Bruno, quien “volaba” entre conversaciones; y no podemos
olvidar al chato Gian y a su hermano Ernesto, más conocido como Rocco,
apelativo ganado por circunstancias que narraré en otra historia. ¡Ah, claro! Me
olvidaba de mí: su humilde servidor.
Desde hacía más de un rato, la combinación de cerveza y
ron empezaba, como se dice vulgarmente, a “pasarme factura”. Lo bueno es que ya
no me daban los “diablos azules” o el nunca deseado regreso de comida,
solamente me dio la dormilona y, eventualmente, balbuceaba unas cuantas frases
ininteligibles (costumbre que mantengo hasta ahora en las peores condiciones).
Al parecer, poco antes que saliera el sol se trataba
temas serios ya que nadie reía y yo, en mi afán de mostrar algo de sobriedad,
pretendí dar mi voto de aceptación a no sé qué tema con una simple palabra: “Ok”,
que al ser pronunciada suena “okey”, pero, en ese instante, demostraba que ya
no poseía control sobre mi lengua porque lo que todos oyeron fue: “Oky” y, no
contento con eso, aumenté el término “Doky”, por lo que la frase completa de “aprobación”
quedó plasmada como: “Oky doky”.
Todos me miraron y al unísono se oyeron las burlescas
carcajadas de los presentes.
Al día siguiente, como era de esperarse, todos me decían “oky
doky” y yo ni con la menor idea del porqué (en los peores estados olvido
ciertos pasajes) hasta que me explicaron lo ocurrido.
Hoy en día, y hasta el final de los tiempos, al llamarme
se refieren a mí como Oky, en clara mención
a la perennizada locución: “Oky Doky”.
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Eliminar:o no el profe escribe bonito ya! :3
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